de GUILLERMO LUNA GONZÁLEZ
El pasado viernes, Francia sufrió uno de los mayores atentados de su historia. 129 personas perdieron la vida y otras 200 resultaron heridas (99 en situación crítica, por el momento). En cuestión de minutos, la terrible noticia se había extendido por todo el planeta. Fueron millones las personas que echaron mano a sus radios, televisiones, redes sociales o prensa para enterarse al momento de lo que acababa de suceder. Fue una noche intensa, dura y dolorosa. El baile de cifras era constante y conforme pasaban los minutos, la gravedad del atentado iba en aumento.
Sin duda, la noche del viernes 13 de noviembre de 2015 quedará marcada en negro en nuestro calendario. Tardaremos mucho tiempo en olvidar lo acontecido. Fue un shock bastante importante para el mundo occidental, acostumbrado hasta la fecha a vivir en paz, armonía y tranquilidad. Francia, la ciudad de la que emanó buena parte de los derechos y libertades que ahora gozamos. Ejemplo de rebeldía democrática. Cuna de grandes pensadores del mundo occidental. Francia, la Ciudad de la Luz, se había apagado de repente.
Este estado de incertidumbre, de miedo, de rabia, de tristeza sacó al mundo occidental su mejor versión. Fueron muchos los que mostraron una gran solidaridad con el pueblo francés. Condenaban con fervor los atentados. Prestaban su ayuda a aquellos franceses que la necesitaran. Se generó un sentimiento de unidad y de apoyo admirable, pocas veces visto anteriormente.
Pero la generosidad y empatía humana no quedó reducida al momento después de los atentados de París. Durante los días siguientes (sábado y domingo), la población de todo el mundo continuó mostrando su mejor versión al pueblo galo. Los políticos manifestaron su unidad contra el terrorismo, Facebook lanzó una campaña para fusionar tu foto de perfil con la bandera francesa, se guardaron minutos de silencios en gran parte de las instituciones gubernamentales de los principales países…
Todo ello, lógicamente, era maravilloso y para nada criticable. Ahora bien, ¿alguien fue consciente de que el mismo viernes 13 de noviembre se había producido horas antes un atentado en Bagdad que supuso la muerte de 17 personas? ¿Alguien ha mostrado su condolencia a los 43 fallecidos en otra masacre en Líbano que tuvo lugar el jueves anterior? ¿Se guardaron minutos de silencio cuando cerca de 100 personas muriendo en una Marcha por la Paz en Turquía el pasado mes de octubre? En definitiva, ¿por qué solamente nos apenamos con los atentados que suceden en Occidente?
El terrorismo yihadista (entre otros) lleva masacrando día y noche decenas de países musulmanes. Siria, Libia, Afganistán o Irak, son solo unos ejemplos de territorios donde el horror de ISIS campa a sus anchas. ¿Por qué en estos casos los países de la ONU o la propia Unión Europea no mueven un dedo por revertir la situación?
Es muy triste que en pleno siglo XXI, todavía sigamos haciendo distinciones con la muerte de las personas. Si un francés es víctima de un atentado, hay que solidarizarse con él. Pero si un sirio padece la misma mala suerte, nuestra ayuda debe serle ofrecida en las mismas condiciones. Sin embargo, esto no ocurre así. Preferimos mirar hacia otro lado, creyendo que es un problema muy lejano, que nunca nos va a afectar. Y, en realidad, nos estamos equivocando.
Por otro lado, está la cuestión religiosa. En este aspecto, voy a centrarme en España, que es el punto de vista que mejor conozco y así me evito caer en falacias argumentales. Estamos cayendo en un gravísimo error al pensar que los refugiados sirios vienen a Europa a instaurar el terror del Estado Islámico. No. En absoluto. Los millones de sirios que huyen de sus fronteras lo hacen, precisamente, para evitar sufrir esas masacres islamistas. El exponencial crecimiento xenófobo e islamófobo que se está generando, crea más confrontación de la ya existente, cuando lo que necesitamos son soluciones y acuerdos. No divisiones y más dificultades.
Siguiendo con el mismo hilo, nunca podemos relacionar un comportamiento terrorista con una religión. Las creencias, por sí mismas, no predican la muerte. Al contrario, manifiestan una vida pacífica. Los que matan siempre son las personas. Más concretamente, los fanáticos. Pero estos, curiosamente, se escudan en una religión para evitar que se les note su ignorancia religiosa, pues despliegan supuestas premisas religiosas que, en verdad, resultan ser meras falacias.